“Fidel Castro es un traidor a la Revolución que tanta sangre costó” —sentencia uno de los personajes de Habana Flash cuando el Comandante aún vivía—. “Y va seguir hasta que se consiga la máxima aspiración de su socialismo: matar a un pueblo de hambre y no tener ni para enterrarlo”. Esas es una de las muchas acusaciones recogidas por Xavier Alcalá, que novela su estancia breve en La Habana y Varadero. Manuel Fraga calificó este libro como “veraz pero políticamente inoportuno, no políticamente incorrecto”; y el autor recibió advertencia de la “diplomacia” cubana: que nunca más volviese a Cuba ni nadie de su familia viajase allá “por si tuviera que ir a sacarlo”. A finales de la década de 1990 Cuba es un estado policial que hace recordar a los viajeros lo peor del franquismo. Fidel tuvo baraka, como Franco. Le salvó la vida un arzobispo gallego y se libró de Frank Pais y Camilo Cienfuegos sin tener que liquidarlos: esos luchadores le hubieran hecho sombra y hasta le habrían parado los pies (como con Franco, José Antonio Primo de Rivera y el general Mola). Alcalá retrata lo que ve con la maestría de sus crónicas periodísticas, sublimada en Argentina de paso. Se sumerge en la ciudad de las maravillas para incontables emigrantes gallegos, asturianos, “montañeses” (santanderinos) e “isleños” (canarios) y la encuentra en estado de abandono, rota, maloliente, llena de pedigüeños. Los compatriotas ancianos esperan por los envíos de ayuda española para irse muriendo con un mínimo decoro. El autor desdobla su personalidad para contar visiones de un cronista y un novelista que viajan juntos en busca de sus pasados familiares y retornan deprimidos. ¿Para tal desastre se esforzaron sus abuelos emigrantes? ¿Para eso lucharon sus parientes cubanos contra la tiranía de Batista? Juzgue el lector después de haber leído.